>> lunes, 10 de agosto de 2009

Esta es una historia que escribì hace unos años. Espero que les guste.

NO ME CREAS
Melibea respiraba el aire de las gitanas tristes, a pesar de su aspecto colorido. Había aprendido mucho desde su llegada a la ciudad. Había visto a las mujeres que vendían té milagroso para todas las enfermedades, a las que vendían bufandas en el mercado y a las que compraban semillas de dos colores para la suerte, y ya se había vuelto experta en inventar embustes.
Después de todo, ¿qué más podía hacer?
Suspiró.
Ana Marylena, su hermana española que no entendía bien porqué era gitana, entró de pronto a la tienda de compaña con un chillido feliz y le entregó, en medio del frío de la tarde, un plato de comida envuelto en pañuelos de colores vivos.
-Hoy la policía está como loca -dijo Ana, mirando de reojo a Melibea. Ella no le prestaba atención. Se moría de hambre.
Mientras Ana le contaba una historia poco creíble acerca de la revolución, Melibea devoraba su pedazo de pollo en salsa. La comida sabía horrible. Suspiró.
-O sea que están matando gente -y, antes de que su hermana le pudiera decir que todavía no había pasado nada malo, añadió-: ¿Y ahora qué vamos a hacer?
Silencio.
-¿O sea que no quieres ir a ver?
Melibea emitió un rugido. Sin embargo, Ana insistió durante la hora de la cena, la hora de dormir, entre sueños y a las siete de la mañana del día siguiente, siempre diciendo que sólo sería para ver qué pasaba y enterarse a tiempo cuando la ciudad entrara en estado de caos (porque nadie dudaba que eso fuera a pasar). Melibea chasqueaba la lengua, miraba al cielo, tarareaba un par de melodías regionales que la tenían obsesionada hacía días, miraba de nuevo al cielo y luego, con algo de gentileza, le pedía a su hermana que se callara.
Al día siguiente, se despertó con un grito. Ana Marylena estaba dando vueltas en su cama entre risitas tontas y no advirtió el rostro sudoroso e impaciente de Melibea, y casi no reconoció la voz ronca con la que le dijo "Ya, vamos".
Como a las once de la mañana, la ciudad vio correr, con la gracia de quienes no saben lo que están haciendo, a dos gitanas con trajes coloridos que comían de rato en rato galletas secas con algo que parecía mermelada. Pasaron el puente de las leyendas, rodeado por unas tristes callecitas empedradas, esquivaron a unos ladrones que intentaban meterles las manos en los bolsillos y quitarles sus escapularios y sus cadenitas de oro... hasta llegar a una gran avenida cubierta casi completamente por un colegio estatal que tenía aires de prisión, y más en ese momento, pues estaba rodeado de policías. Por las puertas y ventanas se exhalaba un aire de muerte.
Melibea cogió a su hermana de la mano. Mientras se acercaban al colegio, advirtieron que habían cientos de personas corriendo de un lado al otro, gritando blasfemias o huyendo. De vez en cuando, se acercaba un pequeño grupo de jóvenes que intentaban entrar al colegio y, en respuesta, estallaban un par de balazos.
Ana Marylena estaba enfrascada en la conducta contradictoria de taparse los ojos con las manos y luego descubrirlos y pararse en puntas de pie para ver mejor lo que pasaba. Así, se dio cuenta de que el colegio hervía de estudiantes enardecidos que gritaban maldiciones y terminó por angustiarse por la situación.
-Me quiero ir -murmuró.
-Hay que quedarnos para saber qué pasa, ¿no? ¿No se suponía que eso era lo que teníamos que hacer? -Melibea, de pésimo humor, tenía un avinagrado tono sarcástico, aun sabiendo perfectamente que no se iba a quedar para castigar a Ana, sino por tener un presentimiento de que no era el momento de irse.
Asustada y con hambre, su hermana tenía todo su optimismo muerto desde el momento en que escuchó que los policías podían hacer fuego.


Al otro lado de la avenida, un muchacho de ojos negros empezó a correr. Tenía un alma revolucionaria que le dejaba un poco de espacio a una vieja superstición nacida cuando era niño. Por otro lado, era sumamente inseguro. Fue por eso que llegó a defender el colegio cuando ya casi todos estaban dentro. Llegó, se confundió con la mutitud y, a pocos metros del tumulto de policías, sintió miedo. Retrocedió con intenciones de esconderse en una callecita adyacente. Rascándose la cabeza con ansiedad, pensó en sus amigos, felices y locos, tirando por la ventana lo que encontraran en los salones mientras recibían balas mortíferas.
De pronto, lo invadió un arranque de valentía que lo hizo de nuevo con dirección al colegio y lo abandonó dos metros antes de llegar a la entrada. Rozó a un policía, se estremeció de miedo, retrocedió, y chocó con una pobre gitana ojerosa, delgada y polvorienta. Entonces, tuvo una idea. Su espíritu valiente y su lado cobarde hicieron una tregua. Si no estaba en su destino morir en el colegio, la gitana se lo diría. Sólo después de eso él se sentiría con fuerzas para entrar a luchar.
Pero Melibea estaba exhausta, con un pesimismo creciente y con Ana Marylena llorando a su lado. Únicamente aceptó después de que el muchacho le entregó dos monedas que tenían grabadas el rostro de un indio con sombrero que ella no reconoció porque casi nunca tenía dinero. Cogió la mano del muchacho y la sostuvo entre sus dedos rajados por el clima.
-Vaya, naciste aquí.
Él asintió con la cabeza, impaciente. No era el mejor momento para hablar de su vida.
-Padre y madre... no fueron los mejores. Tú -Melibea torció los ojos- eres bastante decente. -El muchacho le correspondió con una leve sonrisa preocupada-. Oh, veamos...
Le relató su infancia con bastante exactitud, interrumpiéndolo con miradas censuradoras cada vez que él intentaba pedirle que fuera breve y le dijera la respuesta que estaba esperando.
-Once años -Melibea levantó una ceja-. Vaya, ¿y ahora cuántos tienes? -Él, ofendido por el insulto camuflado, resolvió no decir nada-. Bueno, y ella se llamaba... Caramba, nombre bonito para una niña. Pero... ¡pervertido! ¿Ella cuántos años tenía?
El muchacho retiró su mano con bastante brusquedad. Melibea se rió con su delicioso acento extranjero.
-Igual no importaba que termine de leer. -Lo miró a los ojos-. Ve tranquilo.Tienes mucha suerte.
Antes de que le explicara qué arcángeles lo protegían, el muchacho le besó las manos, le dio las gracias y salió corriendo a unirse a un grupo de alumnos que entraban por la puerta norte del colegio.
Una hora más tarde, de vuelta en el campamento, Ana Marylena le preguntó a su hermana por qué había aceptado hablarle a un extraño, si le habían dicho miles de veces que la gente del pueblo no era de confiar.
-Después te matan y te denuncian por hereje -añadió Ana.
Melibea, tiritando de frío, miró al techo de la tienda, parchado con paños estampados y retazos de fieltro.
-Tenía el presentimiento... -Se escuchaba música a lo lejos. Con una breve exalación, respondió-: Tenía el presentimiento de que debía hacerlo, ¿sabes?

Al día siguiente todos hablaban de la cosa más extraña que podía haber sucedido en la ciudad: la lucha entre estudiantes y policías, que sería recordada varios años después, aún cuando las carretas fueran cambiadas por camionetas y los muertos de esa época dejaran de velarse porque ya no tenían familiares vivos.
Gran cantidad de gente llenó el colegio. Y, entre la muchedumbre, una gitana pequeña e insegura intentaba llegar hasta un estudiante del que sólo sabía lo que había podido leer en su mano. Venía a devolverle las dos monedas, porque había decidido que ese dinero estaría mejor empleado en la revolución.
Llegó donde un grupo de muchachos tristes y trasnochados. Les preguntó por el muchacho. Uno de ellos lo recordaba… y una idea se le cruzó por la cebeza. Miró a Melibea: era gitana, tal y como se la había imaginado. Y toda la ira acumulada en la revolución explotó en ese momento.
-¡Vete rápido, que no te hago nada sólo porque eres mujer! –le gritó de improvisto. Ella, que ya se iba, se quedó inmóvil. Tragó saliva, todavía sin entender.
-¡UNA GITANA LE JURÓ QUE TENÍA SUERTE! –El muchacho desconocido se veía angustiado.- Yo le pedí que no luchara porque sabía que le iba a ir mal, pero ese idiota no me hizo caso -suspiró. Melibea lo miró, indignada.- ¡Si tuvieras vergüenza te irías de esta ciudad, porque tu raza de mentirosos fue la que lo mató!
Sin habla, ella dejó caer las monedas a la acera y regresó al campamento. Ana Marylena estaba cantando una canción vieja, pero calló al ver a su hermana con ese gesto de molestia en el rostro. Se dejó contar todo y palideció.

-Lo siento tanto...

Melibea, con la mirada fija en el suelo, comentó:

-Yo sé que murió como héroe, pero -apretó los puños- no sé por qué me siento como me siento, si se supone que era el destino.

Cerró los ojos, sin poder precisar si tenía remordimiento de conciencia.

Era 1950, y los gritos de revolución aún se escuchaban fuera.